Aquel día, probarme un kimono fue una experiencia realmente peculiar.
Primero, el furisode, tan ancho que las mangas caían casi hasta el suelo. El tejido era seda de la mejor calidad, bordado con delicados diseños de flores de cerezo, y se sentía resbaladizo al tacto. La persona que me ayudó a vestirme tenía mucha experiencia, envolviéndome capa tras capa, primero el juban, luego el nagajuban y, finalmente, la espléndida túnica exterior.
El cinturón estaba tan apretado que casi me dejaba sin aliento. Supongo que esta es la razón por la que las mujeres japonesas siempre hablan en voz baja y se comportan con tanta elegancia: atadas tan apretadamente, nadie podría caminar a grandes zancadas ni hablar en voz alta. Me colocaron una especie de almohada pequeña en la cintura, que la persona que me vestía llamó "obiage", utilizada para sujetar el ancho cinturón. El nudo del cinturón se hacía en la espalda, de forma muy elaborada, y decían que había muchos estilos diferentes, aunque el mío era solo el más común.
Este atuendo tiene una cierta solemnidad, como si no solo te pusieras una prenda, sino todo un conjunto de normas de conducta.
Al mirarme en el espejo, la persona que veía reflejada parecía mucho más reservada, con la espalda enderezada involuntariamente, la cabeza ligeramente inclinada e incluso la sonrisa se había vuelto más discreta. La belleza del kimono reside, quizás, no en cómo adorna el cuerpo, sino en cómo restringe la mente, enseñándonos a calmarnos de afuera hacia adentro.
Esta prenda, al vestirla, es como si llevaras toda una cultura sobre ti.